No conocía «El Dinosaurio». Ni a Arrelola. Ni sabía
que Borges había escrito microrrelatos.
Internet no se había popularizado aún para uso
doméstico ni el género había afrontado la explosión que —para bien y para mal—
sufriría años más tarde.
Aterricé en la microficción por una colisión natural
de necesidad y urgencia. Escribir era para mí una forma de ver el mundo, pero
mi vida se debatía entre el caos y el trabajo a deshoras. Contar lo máximo que
se pueda contar con el mínimo de palabras fue más una consecuencia que una
intención, menos un reto que una forma de rendición a lo inevitable.
Cuando se popularizó internet y, de rebote, el
género de la microficción, comprendí la existencia de una suerte de conciencia
global; a lo largo y ancho del planeta había cientos o miles de personas a los
que les sucedía lo mismo que a mí: habían contraído la bendita enfermedad de
narrar sobre un mundo que se hacía pedazos.
2 comentarios:
Me alegra compartir dolencia con usted, Don Fernando.
Insisto en que se le echa de menos.
Un abrazo,
Muchos enfermos, Pedro. Y gracias. Procuraré estar más presente.
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