Ya les adelanto que
esta historia la olvidarán menos de cinco segundos después de terminar de
leerla. Lo digo por si prefieren ahorrarse el esfuerzo.
Cada uno había
desembocado allí tras un largo periplo que incluyó dobles, pasaportes falsos,
barbas postizas, y un último tramo en el que se añadieron narcóticos y capuchas
opacas.
Nunca conocimos la
identidad de nuestros anfitriones. Utilizaban dispositivos electrónicos que alteraban
su tono voz, y ocultaban sus rostros bajo máscaras de poetas chinos de la
Dinastía Tang.
En una pantalla de puro
hielo, proyectaron una película en la que escritores cuyos nombres no son
capaces de imaginar, profesores con trajes pasados de moda, y un equipo mixto
de físicos, astrónomos, químicos y vaya usted a saber qué más, analizaban
ingentes volúmenes de microrrelatos a los que sometían a todo tipo de pruebas
que incluían balanzas, sopletes, rayos x, cámaras antigravitatorias, y
aceleradores de partículas.
Según descubrieron, la
microficción resulta el género literario idóneo para penetrar rápidamente en el
cerebro del lector, tanto si pertenece al más alto mandatario como al último
obrero de la cadena de montaje. Las órdenes neurolingüísticas pasan
inadvertidas en la densa levedad de un microrrelato, sin que el incauto lector
llegue a sospechar que cada palabra le aproxima un paso más a la pérdida del
control de su voluntad.
Para lograr una
efectividad total, el microrrelato debía desbancar a otros géneros de la popularidad
de la que gozaban entre los lectores y en el mercado. Resultaría demasiado evidente
que los estantes de librerías, quioscos e hipermercados amanecieran repletos de
libros de microrrelatos de un día para otro. Convenía actuar lenta, sutil, y
silenciosamente.
Ahí entrábamos
nosotros.
La misión consistía en
promover una revista mundial. Una avanzadilla que difundiera simultáneamente el
género y las ideas subliminales que nuestros misteriosos anfitriones pretendían
asociar a él. Por supuesto, ellos se harían cargo de los contenidos y de la
financiación; una financiación que ni el más afortunado de los editores de
revistas del mundo se atrevería a soñar.
Ni que decir tiene que
nos negamos. No queríamos ser cómplices de aquella operación encubierta que
aspiraba a tiranizar al ser humano.
Pero uno de ellos, el
que iba ataviado con la máscara de Li Bai, nos aclaró nuestras opciones con
tanta concisión como claridad:
—No es una petición...
El resto pueden
imaginarlo a poco que visiten la Internacional Microcuentista. Pero quedan
puntos oscuros. Algo más que puntos oscuros: desapariciones.
Primero fue Luis
Gonzalí. Nos lo comunicaron mediante un correo electrónico enviado desde una
dirección que se autodestruyó quince segundos más tarde, y que se cerraba con
la frase “Sigan adelante, muchachos”, acompañada por el emoticono de un puño
con el pulgar levantado. Entremedias, se nos informaba del abandono de Luis con
un elusivo «motivos personales». Exactamente lo mismo sucedió con Daniel
Sánchez Bonet.
Prefiero pensar que
fueron relevados, que se les permitió abandonar, pero… ¿Cómo saberlo? ¿Cómo
asegurar que no fueron eliminados y sustituidos por dobles idénticos?
Poco después se
incorporaron Rony Vásquez Guevara y Jose Manuel Ortiz Soto, pero ya no sabría
decirles si fueron reclutados de la misma forma que el resto, o si eran agentes
infiltrados de la misteriosa organización desde el principio.
Estoy seguro de que si
preguntan a cualquier otro miembro del Comité Editorial lo negará en redondo,
pero puedo jurar ante la divinidad que sea que lo que acabo de contar es
cierto.
Aunque también estoy
seguro de que no les van a preguntar. Ya les adelanté que esta historia la
olvidarían menos de cinco segundos después de terminar de leerla.
Cinco, cuatro, tres…