Mi madre me aseguró que había dos formas de amarse: el amor de aquellos que se tomaban de la mano y emprendían el duro ascenso de una montaña, o el amor de aquellos que se tomaban de la mano y se arrojaban montaña abajo. Cuando yo le preguntaba si no existía alguna otra posibilidad, mi madre —cuya única tarea como la Chica Agüita era fingir que le recordaba al oído del conductor la marca del agua patrocinadora y quién acabó saltando desde el trampolín más alto de una piscina vacía— me obsequiaba una sonrisa triste de pastillas y balbuceaba un «Claro que sí: hacer volar la montaña por los aires con una buena carga de trotyl y que todo se vaya a la reverendísima mierda».
Fotografía: Henry Peach Robinson.
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