Trabajábamos en horario nocturno. La jornada laboral daba comienzo a las diez y terminaba a las seis de la mañana. Descargábamos camiones, e íbamos alimentando el estómago insaciable de unos grandes almacenes situados en la Calle Colón.
Cada noche era un clamor de motores, golpes, rugidos, gritos, órdenes, risas y choques de mercancías contra metal.
Una vez se me ocurrió preguntar cómo era posible que nos permitieran armar ese estrépito, contraviniendo todas las ordenanzas municipales sobre el ruido y atormentando el descanso de los vecinos en una de las calles más céntricas de la ciudad.
El encargado —un tipo bajito pero de voz tronante— respondió que los almacenes sufragaban la cabalgata de reyes, las fiestas patronales y los acontecimientos y torneos culturales o deportivos, además del armario ropero de la alcaldesa y el buen gusto en el calzar del resto de su partido.
Qué importaba pues lo que dijeran las ordenanzas.
Qué importaba pues lo que dijera nadie.
Es, lo sé bien, una historia de mierda. Una de esas historias que ni siquiera merece la pena contar.
6 comentarios:
Una historia que vale por cómo está contada.
Un abrazo
Vaya, pues a mi me gusta mucho que lo cuentes... cosas peores se han visto, pero no hay que dejar de escandalizarse... nunca!
Un abrazo
Así está el país ahora, éste y casi todos. Ostentar poder es sinónimo de estar abierto a recibir dinero por cerrar los ojos. Da lastima, pero es así.
Un saludo.
Ay, las historias del proletariado y su aparente falta de emoción, de enseñanzas, de narrativa... Habrá que seguir viendo la tele para observar a gente a la que le suceden cosas de verdad.
Un saludo y gracias por pasar por aquí.
QUÉ MIERDA DE HISTORIA no, qué mierda de realidad....
Salut
Eso es, Rosana. Eso es.
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