viernes, 2 de octubre de 2009

Práxis.

Formamos a las afueras de la ciudad, las armas a punto.
Vemos aproximarse la polvareda.
El general ronda las tropas sobre un anacrónico corcel. Bastaría una indicación de su sable para disparar, pero aún así escuchamos la orden a través del transmisor.
—¡Fuego!
Es cuando comenzamos a distinguirlos.
Mujeres, ancianos y niños. Mujeres, ancianos y niños vestidos con harapos, con toda su vida en un hatillo.
El corcel duda bajo la determinación de su amo. El general repite la orden:
—¡Fuego!
Pero una voz disidente destaca entre las filas:
—¿Cómo vamos a disparar? Son civiles.
El canal de comunicación está abierto. El batallón entero puede oír el mensaje.
—¡Fuego! —espolea el general.
Por los auriculares, y de boca de quien tiene más cerca, cada uno de nosotros escucha cosas como: «Y una mierda». «Podría ser mi madre». «No quiero ser un criminal».
De hecho, la única bala que se dispara es la que derriba al general de su montura.
Lo celebramos. La multitud ruinosa lo celebra también. Tiramos nuestras armas y nos despojamos de los cascos para abrazarnos a ella.
Los ancianos explotan. Las mujeres nos arrojan aceite hirviendo. Los niños blanden hoces con las que desgarran nuestras bolsas escrotales.
A gatas, tras ellos, vienen los soldados.
La matanza no llega a ocupar diez minutos.
Desde este día, en cualquier guerra, la orden es masacrar mujeres, ancianos y niños primero.

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