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La niña zombie y yo fuimos bastante felices. Todos me advertían del peligro, pero ella me miraba con sus ojos de abismo y prometía jamás comer de mi cerebro.
—Me haces falta entero —susurraba con voz dulce y agónica.
Lo cierto es que se desvivía por mí. Y ejerció una influencia muy beneficiosa en mi vida. Los problemas que desde siempre tuve con mi entorno —familia, profesorado, vecinos, compañeros y amigos—, desaparecieron con la misma celeridad que los manjares de un banquete. Literalmente.
Después dejé de hacerle falta.